Kovadloff sobre el matrimonio Kirchner

22/11/2008

Interesante nota del amigo Santiago Kovadloff. Kovadloff tiene una notable capacidad para transmitir ideas complejas y reflexionar desde la postura del intelectual crítico -. entendiendo a este como aquel que constantemente somete la realidad ante la postura de la duda - sin caer en el lenguaje críptico o los análisis rebuscados.

Lo que sigue, es un escrito entorno al Matrimonio presidencial.

Dejemos hablar a Kovadloff entonces.


La promesa incumplida

Santiago Kovadloff
Para LA NACION

Es innegable: el mismo hombre que tanto hizo por devolverle solidez a la investidura presidencial, tras el ciclo agónico de Fernando de la Rúa, es el que sepultó una vez más en la irrelevancia el significado de esa investidura, cuando recayó sobre su mujer. En el primer caso, su labor fue constituyente: consistió en asociar su desempeño como primer mandatario a una concentración creciente de poder personal. En el segundo caso, esa tarea fue destituyente: consistió en retener y seguir ampliando el poder acumulado mientras volvía a sumir en la intrascendencia el ejercicio de la presidencia de la Nación.

De modo que nadie ignora quién manda en la Argentina ni los procedimientos de que se vale para lograrlo. Tampoco ignora nadie a qué se han reducido aquellas promesas de protagonismo ?y, en especial, de protagonismo femenino? del que tanto se ufanaba Cristina Fernández cuando describía los contenidos y el estilo que distinguirían su gestión, si en el torneo electoral de 2007 alcanzaba la victoria.

Triunfó. Pero las cosas bien lejos están de ser como se aseguró que serían. El cuadro institucional del país sufre un deterioro escandaloso. Al festín de exclusiones, ninguneos y silenciamientos al que se entregó con voracidad y rigor el ex presidente Kirchner durante su mandato legítimo, manipulando a su gusto los tres poderes de la República, siguió, en su mandato ilegítimo, la subsunción de la vicepresidencia en el anonadamiento, y la franca volatilización de toda sustancia en el desempeño de la primera magistratura por parte de su esposa. Estamos, si aún quedan ganas de buscar consuelo en una analogía literaria, ante un caso de fagocitosis matrimonial inverso al de los Macbeth. En la pareja ideada por Shakespeare, era él, hasta donde podía, el aplicado ejecutante de los planes urdidos por ella; el alma en la que ella vertía el ímpetu imprescindible para llevar a cabo sus más íntimas convicciones. En nuestro caso, es él quien dictamina y ordena, sentencia y administra. No obstante, aún resuena en los oídos de los memoriosos el desdén con que Cristina sentenció a la señora de Duhalde, con el que redujo a uno solo sus posibles atributos políticos: la "portación de apellido".

Las cosas, entre nosotros, están del modo en que recientemente las caracterizó ese hombre que siempre apunta antes de disparar. La Argentina, afirmó Hugo Moyano, "es un país donde todo pasa por las manos de una sola persona".

Tampoco cuentan con ningún margen de independencia los ministros del Gobierno. Sólo son herramientas de esas dos manos ávidas. Hay un extraño deleite en esa sumisión sin mengua. Freud sabría caracterizarlo. Si hay una función a la que no están convocados los señores ministros es a la producción de pensamiento. Ser y pensar no son, en este caso, uno y lo mismo, como quería el célebre enunciado de Parménides. Es algo patético. La personalidad es la ofrenda que deben inmolar en el altar del poder quienes acepten representarlo.

¿Es ésta la situación en la que se encuentra la Presidenta? Si así no fuera, ¿dónde han quedado los proyectos que expuso en la campaña electoral? ¿Dónde, los cambios que habrían de producirse con su acceso a la más alta magistratura de la Nación? Los días transcurridos se han llevado las promesas de mayor institucionalidad, de más transparencia, de mejor comunicación, de más seguridad, de más trabajo, de mejor educación, de saneamiento de la economía y de las relaciones internacionales, de reversión de la pobreza, de extinción de esa plaga de maniqueísmo con la que su marido contaminó el país. Si el cambio iba a producirse con Cristina Fernández, ahora sabemos que esa expectativa fue sepultada en una férrea inmovilidad. Tal es el estado de la democracia argentina cinco lustros después de haber sido recuperada.

A la luz de todo ello, quiero volver a la situación en que se encuentra hoy aquel promocionado protagonismo innovador que habría de ganar la condición femenina cuando Cristina Fernández alcanzara la presidencia de la República. Bien se recordará que, en tiempos electorales, la por entonces candidata exigía, poco más o menos, que se aprendiera de una buena vez a usar las palabras para que ellas transparentaran su condición de mujer, y de mujer independiente; agradecida a su marido por cuanto había hecho, pero libre de él para emprender lo que le cabía. Y en ello se insistió más aún cuando, victoriosa, recibió el bastón de mando. "¡Presidenta! ¡Presidenta!" ?enfatizaba en sus intervenciones públicas, queriendo subrayar con ello, entre otras cosas, que una mujer cabal, temperamental y moderna puede ser esposa de un hombre fuerte sin estar por ello sometida a él. Y lo cierto es que muchos, al oírla, tenían la impresión ?o querían tenerla? de que así sería, y que el machismo ancestral de los argentinos recibiría, de paso, una formidable lección.

La presidenta argentina parecía sumarse, de tal manera, a la nómina naciente y refrescante de mujeres que se veían llamadas a renovar, con la singularidad de su presencia hasta allí prácticamente inédita, el escenario político mundial. No fue así, desgraciadamente. La mujer que iba a gobernar como lo prometió, gobierna en verdad como se le indica que lo haga. El espíritu de una cultura conservadora pudo más en ella que el aliento progresista de la transformación. Al igual que sus ministros, la Presidenta representa un poder que no encarna, mientras un ex presidente encarna, simultáneamente, un poder que no representa.

Es el mundo del revés. Es el drama de una Argentina invertida y corrupta. Los conceptos, en ella, están envilecidos: quieren decir lo que no dicen, dicen lo que no quieren decir. Y el espíritu autoritario y dictatorial bien lejos está de haber sido erradicado.

Tenemos pruebas diarias de que es así. Lo que acaso no hayamos hecho todavía es inferir las tristes consecuencias de lo que, en un orden cultural y no sólo político, implica esta paradójica y acaso involuntaria contribución de Cristina Fernández al sostenimiento, en la función pública, de un estereotipo que tanto cuesta desarraigar de la vida privada. El de la esposa que no sabe proceder sino como vocera de su marido. De hecho, viéndola obrar, cabe concluir que, con su conducta, ella ha fortalecido, en el escenario institucional, el afianzamiento de un modelo vincular, entre el hombre y la mujer, francamente conservador y cerril.

Pero lo más lamentable en el desempeño de los compromisos protocolares a los que ha quedado reducida su función es verla simular una autonomía de la que a todas luces no goza. Acaso sea ésta la expresión más dramática de la subordinación a las ideas de un hombre que, siendo devoto del espejo, desconoce la íntima necesidad de diálogo y el valor de la interdependencia.

Basta con efectuar una relectura de los pronunciamientos de la Presidenta, en especial a partir del conflicto de su gobierno con los campesinos, para terminar persuadidos de que aquellas banderas de género, tan fervorosa y desafiantemente alzadas, han ido siendo arriadas a favor de una práctica más convencional y, por ello, descorazonadora, de una feminidad que ya nada parece querer disimular sobre su disposición al acatamiento y a ocupar un lugar secundario en el esquema de poder. Una espléndida oportunidad de cambio, también en este orden, se ha echado a perder.

Lejos del legítimo protagonismo que la Constitución le confiere y exige, la Presidenta ha permitido que, a través de su persona y de su investidura, Néstor Kirchner siga afianzando su hegemonía, aun a expensas de lo que establece la Constitución.

No faltarán los enardecidos capaces de creer que en la Argentina estamos como estamos porque gobierna una mujer. No. Estamos como estamos porque hemos acumulado uno tras otro, a lo largo de los años, desaciertos profundos, reiterados, agobiantes. Y estamos como estamos, además, porque a todo ello se suman los pesares aportados por una mujer que prometió gobernar de un modo innovador y no lo hizo.



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